Primero y ante todo, evite cualquier contacto o participación de uno o más arquitectos; obviamente, demás está decirlo, igualmente vetados estarán los ingenieros.
Superada esta primera condición sine qua non piense en un niño y en una paloma. Ambos vuelan. El niño, por supuesto, lo hace más alto y de diversas maneras; póngase en su lugar y desde ahí comience a soñar la plaza; no la piense. Suéñela. Articule entonces espacios blandos y curvos, las líneas rectas no existen en el universo y los niños son la única especie que está en armonía con el cosmos. Son las plazas mal diseñadas las que los convierten en adultos, quizá también la escuela y un poco los padres pero téngase en cuenta que estos han pasado por las plazas diseñadas por urbanistas.
Toda plaza en armonía con un niño deberá consistir en un gran espacio inconsistente, cambiante, donde ningún obstáculo repentino obligue al niño a refrenarse o le impida continuar con su carrera.
Asimismo las palomas podrán volar a su libre albedrío sin necesidad de que ningún adulto les arroje migajas, ya que las plazas estarán provistas de pisos construidos de mazapán endulzado, el cual proverá, a la vez, de alimento a las palomas y merienda a los niños. Habrá asientos de maíz inflado, globos de colores y jamás anochecerá aunque sí sobrevendrá, a cierta hora, un inefable crepúsculo, solamente para que la plaza cobre un hermoso matiz anaranjado y, en esa luz mágica, los niños y las palomas comulguen en el silencio que sólo el crepitar de las hojas de los álamos piramidales y el agua de las fuentes disocien.
Las plazas serán móviles y los niños podrán llevarlas con ellos toda la vida. Las plazas estarán rodeadas de algodón y serán invisibles a los adultos.
Las palomas de las plazas serán blancas. En las plazas los niños no llorarán jamás. Todo niño que desee permanecer indefinidamente en la plaza tendrá la dicha de evitarse llegar a ser adulto y será feliz para siempre en tal inocente condición.
Superada esta primera condición sine qua non piense en un niño y en una paloma. Ambos vuelan. El niño, por supuesto, lo hace más alto y de diversas maneras; póngase en su lugar y desde ahí comience a soñar la plaza; no la piense. Suéñela. Articule entonces espacios blandos y curvos, las líneas rectas no existen en el universo y los niños son la única especie que está en armonía con el cosmos. Son las plazas mal diseñadas las que los convierten en adultos, quizá también la escuela y un poco los padres pero téngase en cuenta que estos han pasado por las plazas diseñadas por urbanistas.
Toda plaza en armonía con un niño deberá consistir en un gran espacio inconsistente, cambiante, donde ningún obstáculo repentino obligue al niño a refrenarse o le impida continuar con su carrera.
Asimismo las palomas podrán volar a su libre albedrío sin necesidad de que ningún adulto les arroje migajas, ya que las plazas estarán provistas de pisos construidos de mazapán endulzado, el cual proverá, a la vez, de alimento a las palomas y merienda a los niños. Habrá asientos de maíz inflado, globos de colores y jamás anochecerá aunque sí sobrevendrá, a cierta hora, un inefable crepúsculo, solamente para que la plaza cobre un hermoso matiz anaranjado y, en esa luz mágica, los niños y las palomas comulguen en el silencio que sólo el crepitar de las hojas de los álamos piramidales y el agua de las fuentes disocien.
Las plazas serán móviles y los niños podrán llevarlas con ellos toda la vida. Las plazas estarán rodeadas de algodón y serán invisibles a los adultos.
Las palomas de las plazas serán blancas. En las plazas los niños no llorarán jamás. Todo niño que desee permanecer indefinidamente en la plaza tendrá la dicha de evitarse llegar a ser adulto y será feliz para siempre en tal inocente condición.
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