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lunes, 26 de septiembre de 2016

VARIACIONES PARA UN DIARIO

 La pantalla del plasma se enciende programada; despierta a las dos y treinta de la madrugada a Sofía; abre los ojos sin ver las imágenes. Su cuerpo ya está sentado al borde de la cama. Camina dormida hasta el baño; se ducha sin dejar que los pensamientos y las emociones interfieran. Es muy temprano y solo la rutina permite que el día se desarrolle sin acechos.

Vuelve desnuda y húmeda a su cuarto; se viste, prepara su bolso, mira hacia afuera desde la ventana; llueve. Piensa en su calzado; piensa si debe llevar unas botas. Piensa en su paraguas colgado al lado de la puerta.
Baja las escaleras muy despacio; sin ruido. Sabe que en su edificio todos duermen; todos duermen en su mundo. Antes de salir se mira en el espejo que cubre la pared al costado de la puerta que da a la calle. No le gusta lo que ve; nunca le gusta.

El aire es frío; la lluvia es fría.
Se coloca sus guantes y piensa que debería haberse aplicado la crema protectora en la cara. Sabe que no tiene tiempo para volver. Camina las tres cuadras que la separan de la parada. Ahora sí está despierta.
No le gusta caminar esas tres cuadras; piensa en subir al ómnibus. No le gusta ver a un hombre borracho en una de esas cuadras; lo ve mirándola. Lo ve sin mirar. Quiere llegar a la parada; su primer objetivo.
Llega su ómnibus puntual como todos los días; sube y siente alivio. Por el resguardo, por lo conocido, por el buen día del conductor. Es una hora en la que cualquier cosa parecida a la amabilidad le hace sentirse segura.

Toma asiento en el mismo lugar de cada día. Piensa en el segundo objetivo. Llegar y caminar las siete cuadras hasta su trabajo; siente que sus latidos son más fuertes. Como a diario cada vez que cumple como un rito cada paso.
Mira hacia afuera a través de los vidrios sucios por dentro y mojados desde afuera; todo es vacío, silencio. La gente es vacío; la gente es silencio.

Se levanta y acerca hasta la puerta delantera para bajar; da las gracias al chofer para oírse; escucha su voz desde otra parte.
Abre su paraguas rosa; siente que su cara duele y se moja. Ya no siente sueño. Siente otra vez su corazón y el miedo diario de esas cuadras frías y negras. Cruza la calle con dificultad. El viento es intenso y cierra el paraguas luchando con sus manos; evita charcos con sus pies. Mira hacia adelante; no hay un alma.
Piensa en el intento tonto de correr y sabe que es inútil; se mojará igual. Serán siete cuadras igual.

Quiere llegar a su trabajo para secarse en el baño; tomar café caliente, comer la manzana que tiene en su bolso. Cambiarse las botas empapadas, colocarse el calzado que tiene en un cajón de su escritorio.
Falta menos para eso; respira profundo. Mira un foco y ve la lluvia de otra manera a través de la luz amarilla; le parece estúpido y hermoso. Casi sonríe pero cae violentamente contra el piso.
No entiende qué pasa; siente dolor en las manos. Siente estallar su cabeza y su corazón salirse. Quiere ponerse de pie y algo la retiene; no puede entender. Sus ojos están cubiertos de agua; su ropa mojada. Hace un esfuerzo para ver, para pararse; siente un bulto de trapos que se mueven y algo que la toma con rabia del borde de su abrigo; oye unas palabras sin sentido. Se resiste y golpea con sus manos mientras logra parase. Ese bulto de trapos también se pone de pie; siente un olor inmundo que se le encima y palabras que no entiende.
Quiere gritar y no puede.
Siente sus sienes estallar; ve el bulto caer. Siente su olor y le repugna.
Hay silencio ahora.

Aclara su mirada de la lluvia y del terror; ve su paraguas rosa clavado en ese bulto; con esfuerzo arranca el paraguas y corre hasta otra esquina. Respira. Comprende que dejó su bolso; vuelve a caminar esa cuadra hasta el bulto quieto en el agua roja.
Se vuelve otra vez pensando en llegar a su trabajo; gira un instante su cabeza y mira otra vez esa luz amarillenta que muestra la lluvia de otra manera. Sonríe; es hermoso, piensa.

Llega a su trabajo cuarenta minutos antes, como siempre; saluda al guardia, sube las escaleras. En el edificio hay calefacción; va quitándose el abrigo empapado y sucio de barro camino al baño, se mira en el espejo y ve su ropa limpia.
Seca su pelo y su cara; se peina. Va a su escritorio y se cambia de calzado.
Sube al tercer piso; allí está la cafetería. Llega a la máquina y coloca unas monedas. Café fuerte, largo; extra azúcar. Se sienta a una mesa junto a la ventana; saca su manzana del bolso. Mira hacia afuera a través de los ventanales cubiertos de gotas. Bebe un largo sorbo espeso; muerde la manzana. Va a ser un día tranquilo, piensa; es hermoso, piensa. Sonríe.




RELATO CON ACOTACIONES

Ayer estaba recordando, involuntariamente, un día especial muchísimo tiempo atrás, en mi infancia, y aquella mascota que me regalaron. Era un día de lluvia y frío; el viento movía los árboles más importantes, incluso el paraíso que estaba adelante, en el jardín, casi junto al muro que tenía una reja negra con adornos torneados; la había hecho, con tiempo y cuidado, un herrero de esos que ya no se encuentran y que vivía en la misma manzana que mi familia; la vereda estaba sucia todo el año. Una época por las hojas amarillas y secas, otra por las semillas verdes y casi esféricas, como pequeñas pelotitas, con las cuales, con los amigos de la cuadra, hacíamos guerrillas con cerbatanas hechas con rollitos de papel del diario El Día, más exactamente con las hojas del suplemento color sepia, el que traía historietas de Tarzán en la contratapa; otras épocas por las flores dulzonas que llenaban la cuadra de mosquitos. Por eso en casa todas las ventanas tenían mosquitero. Me daba miedo el viento; cada vez que esto pasaba yo me refugiaba bajo la cama; esa cama de madera de roble, que había sido de mi madre cuando, ella también, había sido niña. Todos sabemos cómo son las niñas, o imaginamos un estereotipo de lo que era una niña en la época de los tranvías, esas máquinas que, cuentan, tenían su encanto y, quienes vivimos en esta era de la tecnología, acaso ni concebimos como medio de transporte; esa época de los tranvías, como dije y, por tanto, esa época muy anterior a que existiera la televisión. La primera televisión en esa casa fue una RCA Victor, la marca del perrito.
Le llamé Tomy.