Ayer estaba recordando, involuntariamente, un día especial muchísimo
tiempo atrás, en mi infancia, y aquella mascota que me regalaron. Era un día de
lluvia y frío; el viento movía los árboles más importantes, incluso el paraíso
que estaba adelante, en el jardín, casi junto al muro que tenía una reja negra
con adornos torneados; la había hecho, con tiempo y cuidado, un herrero de esos
que ya no se encuentran y que vivía en la misma manzana que mi familia; la
vereda estaba sucia todo el año. Una época por las hojas amarillas y secas,
otra por las semillas verdes y casi esféricas, como pequeñas pelotitas, con las
cuales, con los amigos de la cuadra, hacíamos guerrillas con cerbatanas hechas
con rollitos de papel del diario El Día, más exactamente con las hojas del
suplemento color sepia, el que traía historietas de Tarzán en la contratapa; otras
épocas por las flores dulzonas que llenaban la cuadra de mosquitos. Por eso en
casa todas las ventanas tenían mosquitero. Me daba miedo el viento; cada vez
que esto pasaba yo me refugiaba bajo la cama; esa cama de madera de roble, que
había sido de mi madre cuando, ella también, había sido niña. Todos sabemos
cómo son las niñas, o imaginamos un estereotipo de lo que era una niña en la
época de los tranvías, esas máquinas que, cuentan, tenían su encanto y, quienes
vivimos en esta era de la tecnología, acaso ni concebimos como medio de
transporte; esa época de los tranvías, como dije y, por tanto, esa época muy
anterior a que existiera la televisión. La primera televisión en esa casa fue
una RCA Victor, la marca del perrito.
Le llamé Tomy.
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