Anoche no dejé mis zapatos en ningún arbolito; hace años que no creo en los reyes y rato que no creo en casi nada. De esta manera pragmática logro, eficazmente, evitar desilusiones; éstas son, para un ser sensible, fuente de disgustos profundos. Melchor, Gaspar y Baltasar no han pasado cerca de este barrio y eso es, a no dudarlo, un hecho afortunado.
Si hubiera recibido algún obsequio me habría visto enfrentado a la opción de fingir contento o disimular desinterés. Cualquiera de estas dos actitudes me habría demandado un esfuerzo mayúsculo para el cual, hoy por hoy, no estoy preparado.
Recuerdo, sin embargo, aquella bicicleta que recibí cuando tenía tres años; era amarilla y brillaba como un sol con ruedas en la mañana del jardín florido. Por ahí todavía guardo una foto empobrecida en blanco y negro aunque mi sonrisa está en colores. Sonrisas así ya no tengo. Los años la han ido maltratando.
A medida que uno va creciendo las sonrisas y los reyes magos van siendo esquivos; quizá sea esto debido a una cuestión grabada en nuestro mapa genético o en nuestro inconciente colectivo, si es que debemos comulgar con Jung, cosa que se me hace harto difícil por pudores varios.
El hecho es que los Reyes no han pasado por aquí y lejos de decepcionarme lo agradezco; me he evitado preparar mis zapatos, el pasto respectivo para sus transportes, el agua, la espera inquieta, el despertar temprano, la ceremonia replicante, la fingida sorpresa y todas esas pequeñas y fútiles actitudes que sólo conducen a un regalo efímero, que bien podría darse cualquier día sin otra causa que el cariño sincero, que el afecto medido, que el deseo de hacer sentir al otro que existe y es querido más allá del almanaque, el comercio y el mercado.
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