MISTER THOMPSON se hallaba aún en su oficina. A través del inmenso ventanal observaba el puente de Brooklyn desde el piso 35 de esa torre que también era suya. De soslayo, miró su Rolex de oro; faltaba media hora para las doce. Del bar tomó un vaso de cristal y dejó caer en él una espesa lluvia dorada de Chivas. Colocó con meticulosidad de cirujano dos piedras de hielo dentro del líquido y con un dedo las movió como quien acaricia el hombro de una mujer deseada. Se dejó caer en la butaca y con lentitud abrió el cajón de su escritorio de caoba. Ahora faltaban veinticinco minutos para la navidad.
-¡Veinticinco minutos Nenena! Apurate que ya están listos los fuegos alrededor de la piscina - dijo Facundo mientras encendía un Camel de caja dura y desde el celular llamaba clandestinamente a Patricia, su secretaria; su amante. Con gesto de fastidio cerró con un chasquido seco el Ericsson y le alcanzó a su pastor alemán un cuarto trasero del cerdo que él no había tocado durante la cena. Intentó nuevamente encontrar a Patricia disponible, aspiró largamente el humo y lo dejó salir como queriendo contener el tiempo. Veinte para las doce, dijo para sí.
Al tiempo que hundía una papita en la mayonesa, Martín le decía a grito pelado a sus tres hijos -¡esperen que faltan quince minutos carajo!, después no van a tener ningún cohete.
Martita, como ida, hacía girar su brazo a punto de disloque con su enésima bengala. Jorgito, más expeditivo, eructaba refresco mientras se metía en la boca un sanguche de choclo y atrás pero sin solución de continuidad, un puñado de maníes al tiempo que hipaba de risa porque Carlitos, dos años mayor, meaba dentro de la botella de sidra a medio tomar que era visitada por la abuela detrás de cada pedazo de budín. Martín gritaba otra vez, ahora a su mujer, para que se apurara con la ensalada de frutas porque ya eran menos diez y quería festejar tranquilo.
Falta poco, decía José, ya falta poco; respirá tranquila y dejá salir el aire despacito, así, despacito. La habitación del hospital era oscura y mugrienta. Su esposa estaba a punto de reventar de dolor pero no se quejaba; era gente dura, castigada, acostumbrada al sufrimiento. Dos camilleros se la llevaron a la sala de partos; José tuvo tiempo para una caricia y una mueca que quiso que ella entendiera sonrisa.
Varios estallidos atronaron a las doce; en el piso 35 sólo uno. La bandeja con las copas rebosantes de Chandon cuando Nenena las arrojó contra el piso de su cocina. La cara de Carlitos cuando Martín le hizo saber de un cachetazo que el orín no era sidra. En la solitaria sala, María, liberada, estalló en llanto al comprender que su hijo había llegado al mundo.